Vamos por la tercera reforma tributaria en tres años. La décimo tercera desde el comienzo de siglo. Pero, además, pareciera que cada nueva reforma tributaria es más impopular que la anterior y, por lo tanto, más difícil de ‘pasar’ (un término revelador sobre la forma cómo se suele concebir el rol del Congreso en el país). La pregunta que surge, naturalmente, es: si las reformas tributarias son tan difíciles de pasar, ¿por qué los gobiernos presentan un proyecto, en promedio, cada año y medio? ¿Acaso no sería más fácil pasar una sola gran reforma cada 20 años como suele hacerse en otros países o, al menos, una por cada gobierno?
Me atrevo a pensar que la respuesta es bastante sencilla: tal vez es porque, a fin de cuentas, ‘pasar’ una reforma tributaria históricamente ha sido mucho más fácil de lo que solemos pensar, y es solo hasta hace poco que esta tarea se ha vuelto considerablemente difícil para el Gobierno, entre otras, gracias a la creciente influencia que tiene la ciudadanía sobre el debate.
Visto así, lo que hoy muchos analistas ven como un problema (“no hay ambiente”; ”la tributaria está en riesgo”; “el Congreso está extorsionando al Gobierno”; “este no es momento para politiquear; “debemos ser responsables”), tal vez sea el reflejo de un cambio profundo y muy positivo: el papel cada vez más relevante que tienen la ciudadanía, la academia, las organizaciones sociales y los partidos de oposición en la toma de decisiones del país.
Todo eso suena muy bien (tal vez demasiado bien) pero ¿por qué ahora y no antes? ¿Qué ha cambiado? Están las explicaciones estándar que ya conocemos: en Colombia, como en el resto de América Latina, la ciudadanía espera cada vez más de sus gobiernos. Reflejo de ello es que hoy tenemos un Congreso mucho más diverso en términos políticos y sociales, con cada vez más congresistas elegidos con ‘votos de opinión’ (otro término revelador del funcionamiento de nuestra democracia). Hasta hace no mucho tiempo, el Gobierno de turno podía acordar al final del año, a puerta cerrada en los salones del Ministerio de Hacienda y sin mayor costo político, la reforma tributaria de su agrado sin que muchos se enteraran, previa ‘socialización’ con los respectivos gremios.
Ahora, sin embargo, un creciente grupo de congresistas, apoyado por diversas organizaciones de la sociedad civil, se resiste a entrar en esa lógica y hace saber su descontento públicamente a través de sus redes sociales, donde cada vez más ciudadanos les piden cuentas a sus elegidos.
Pero creo que hay otra razón más sutil por la que aprobar una reforma tributaria es cada vez más difícil: entre más numerosas y frecuentes se hacen las reformas tributarias, más aumenta el nivel del debate lo que, a su vez, le complica más la tarea al Gobierno. Desde la perspectiva de la sociedad podría asemejarse a lo que los economistas llaman “aprender haciendo” (learning by doing, en inglés): cada vez que se presenta una nueva reforma tributaria, los congresistas (y sus asesores), la academia, las organizaciones de la sociedad civil, los periodistas y el resto de la ciudadanía, afinan sus argumentos, hacen nuevas preguntas y mejoran su conocimiento sobre el Estatuto Tributario. A raíz de ello, el Ministerio de Hacienda se ve presionado para fortalecer sus argumentos, explicar mejor sus supuestos y ser más transparente con la información, algo que contribuye a elevar de nuevo el nivel de la discusión y las expectativas de la ciudadanía.
Lo que para la ciudadanía es un efecto positivo inesperado de una falla en la política pública (tres reformas tributarias en tres años no le hacen bien a nadie), para el Ministerio de Hacienda se convirtió en un inesperado problema: al hacer frecuentes reformas tributarias (algo que, como dije, era más sencillo de lo que se cree), surgió un masa crítica de ciudadanos que con cada reforma tributaria que pasa están cada vez más informados, cada vez más preparados y exigen cada vez mayor información, lo que dificulta la aprobación de las nuevas reformas pero enriquece enormemente el debate.
Un ejemplo puntual, pero muy diciente, de esto es el famoso cuadro 32 de la exposición de motivos del actual proyecto de reforma tributaria que presenta su efecto distributivo. La existencia de este cuadro representa un gran avance, pues las dos últimas reformas no contenían ninguna estimación del efecto que esta tendría sobre la desigualdad. Es muy probable que la inclusión de este cuadro en el proyecto se deba a las críticas que se hicieron en su momento a los dos proyectos anteriores por no incluir este tipo de información, sabiendo que las medidas contenidas en ellos posiblemente aumentarían la desigualdad.
La presión ciudadana no solo consiguió que el Gobierno incluyera información sobre el efecto distributivo de la reforma, sino que también presentara una reforma que, en su conjunto, es más progresiva (¿menos regresiva?) que las dos anteriores. Sin embargo, al incluir esta nueva información, surgieron nuevas preguntas y críticas que cuestionaron la metodología empleada por el Ministerio de Hacienda y llevaron a más debates sobre la definición y magnitud de lo que se entendía por progresividad. Lo que en su momento representó una mejora, rápidamente se convirtió en una fuente de controversia adicional que llevó a académicos y organizaciones sociales a pedirle más y mejor información al Gobierno. Gracias a ello, ahora una parte de la ciudadanía no solo espera que la reforma sea progresiva, sino que lo sea a través de una tributación más equitativa al interior del 10% de los individuos más ricos del país.
Lo que al inicio de esta entrada presentamos cómo un problema (la frecuencia con la que se presentan reformas tributarias en el país y la creciente dificultad para aprobarlas) parece, entonces, no ser tan malo después de todo.
Gracias al alto número de reformas presentadas en tan poco tiempo, las discusiones son cada vez más amplias e informadas. Visto desde esta perspectiva, lo que muchos analistas, políticos y funcionarios conciben como un problema, es más bien una muestra de la creciente diversidad de puntos de vista presentes en la discusión y una garantía para que la reforma que se apruebe cuente con un mayor respaldo y sea más legítima. Entre más personas se involucren, entre más preguntas se hagan, entre más supuestos se cuestionen, más enriquecedor será el debate, mejor será el proyecto, mayores consensos se crearán y, al final, más sólido será nuestro contrato social.
Claro, todo esto dificulta la aprobación de reformas que son importantes para el país, pero así debería ser: lo que nos debería preocupar no es lo difícil que es modificar parte de nuestro contrato social ahora sino lo fácil que era modificarlo en el pasado. Y, si el Gobierno quiere reducir el costo cada vez más alto que implica aprobar una reforma tributaria cada año, la solución es sencilla: presentar una reforma tributaria estructural que aumente el recaudo de manera sostenible y haga todos los cambios que año tras años posponemos.
Sin duda será extremadamente difícil de aprobar, pero todos ganaríamos con ello.
* Lorenzo Uribe es politólogo, con una maestría en Economía de SciencesPo-Paris. Entre 2018 y 2020 se desempeñó como asesor económico en el Senado de la República. Actualmente es estudiante de maestría en la Escuela de Políticas Públicas de la Universidad de Chicago.
** Las opiniones expresadas en este espacio comprometen únicamente a sus autores y no representan las opiniones ni posiciones del Observatorio Fiscal de la Pontificia Universidad Javeriana.
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