En el Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana estamos acostumbrados a hablar de cifras y números –de datos que, proyectados en la realidad, determinan el ingreso, la calidad de vida y, en últimas, el bienestar de millones de colombianos–. Sin embargo, cuando las cifras representan la pérdida de vidas humanas –sobre todo de forma violenta–, las prioridades cambian.
No podemos, pues, dejar de referirnos a los hechos que han enlutado al país, particularmente a Bogotá, en los últimos días. 13 muertos, cerca de 400 heridos –más de 70 con armas de fuego– y 119 denuncias de abusos presuntamente cometidos por agentes de policía dan cuenta de la gravedad de una situación que tiene explicaciones en el clima de malestar que se viene incubando en el país en los últimos años, y amenaza con agudizar el quiebre de confianza entre un sector de la ciudadanía y las instituciones.
No resulta razonable afirmar que los hechos de violencia ocurridos obedecen a un pico de violencia espontáneo. Son varios los motivos. En primer lugar, la pandemia del COVID-19 –y con ella las cuarentenas y las medidas de distanciamiento social– solo pusieron en pausa las masivas movilizaciones populares que el país vivió en noviembre del año pasado. Los ejes de la protesta –política económica, educación, empleo e implementación del Acuerdo de Paz, entre otros– dan para otro análisis, pero lo cierto es que las demandas seguían allí, y la muerte de Javier Ordóñez mientras se encontraba en custodia policial encendió la mecha de la indignación –lo cual, desde luego, no justifica la violencia–.
En segundo lugar, las consecuencias de la pandemia han deteriorado la situación económica y laboral de millones de personas. Negocios cerrados, baja capacidad adquisitiva y más de cinco millones de empleos destruidos son el resultado de una situación externa e imprevista, pero que el Gobierno nacional, con su respuesta, no ayudó a contener. Un ejemplo de ello fue la negativa a brindar subsidios a las nóminas desde el inicio de la emergencia, a pesar de que se contaba con los cálculos precisos y el dinero para hacerlo. Tampoco debería dejarse de lado la consideración de que los jóvenes son hoy los más afectados por el desempleo.
Un tercer elemento tiene que ver con la narrativa oficial con respecto a la naturaleza de los hechos ocurridos. Según el ministro de Defensa, “hubo un ataque coordinado, sistemático, planeado, premeditado y doloso contra la Policía Nacional”; a su vez, el alto comisionado para la Paz aseguró que “detrás de la destrucción de los CAI en diferentes ciudades de Bogotá hay un claro y premeditado plan de grupos como el Eln y disidencias de las Farc”. Los ciudadanos merecen conocer detalles de esta información que, de ser cierta, resultaría extremadamente grave.
Estos elementos tienen una característica en común, que es la ruptura del lazo de confianza entre parte de los ciudadanos y sus instituciones, que señalábamos al inicio.
No se trata de un asunto menor, o que afecte solamente a quienes protestan o se vieron envueltos en los hechos de violencia de los últimos días. Las instituciones democráticas son, en esencia, un conjunto de símbolos y de prácticas. La falta de solidaridad, el silencio institucional, la falta de transparencia en la información pública y el deterioro del debate público son síntomas del desgaste de esos símbolos y prácticas. Y las consecuencias son para todos –partidarios, manifestantes, gobernantes, estudiantes y funcionarios–.
La falta de empatía con las víctimas ha sido, probablemente, la mayor demostración de que no se está teniendo la conversación correcta. La legitimidad de las instituciones no se construye ni se fortalece desde arriba. Somos los ciudadanos quienes, en virtud de la confianza puesta en ellas, reforzamos a diario la validez del contrato social.
La vida vale, la vida importa. Hacer de este un principio innegociable de ese contrato social es un elemento fundamental para desactivar los odios de lado y lado, e impulsar mínimos básicos en medio de un clima que, lejos de distensionarse, parece enturbiarse más de cara al debate electoral de 2022, y por cuenta del futuro trámite de iniciativas polémicas como una nueva reforma tributaria.
Pero volvamos al tema inicial: reconocer los excesos cometidos y la necesidad de reformas de fondo, no borra –por el contrario, exalta– el sacrificio, el valor y el enorme aporte que miles de oficiales han hecho para proteger a los colombianos de la violencia y velar por la tranquilidad de los ciudadanos. De la misma forma, dar validez a los reclamos legítimos de sectores que se expresan en democracia no equivale a respaldar las expresiones violentas. Todo hecho de violencia debe ser rechazado y castigado –venga de donde venga–. Es una conversación también relevante respecto a los bienes públicos y a la necesidad de protegerlos, no solo “porque son de todos”, sino también porque su vulneración supone la vulneración de los esfuerzos colectivos que supone entregarlos a la comunidad.
La tensión entre el gobierno nacional y las administraciones locales es parte de la dinámica democrática, pero las peleas envían el mensaje equivocado. Las acusaciones sin pruebas solo consiguen estigmatizar a sectores con reclamos legítimos en el marco de la vida institucional del país. Y reducir las movilizaciones colectivas legales a planes criminales solo consigue exacerbar aún más los ánimos.
Los gestos deben venir de todos los actores involucrados. De los manifestantes, la proscripción y condena de la violencia. De los encargados de velar por la seguridad de todos, serenidad y criterio.
La señal más importante debe, por supuesto, venir del Gobierno. La conversación con los ciudadanos –con quienes le apoyan y quienes no– debe estar mediada por la sensatez en el ejercicio del poder y –algo fundamental– por la transparencia. En la gestión de los recursos, en la toma de decisiones y en el ejercicio de la autoridad.
No se trata de desactivar las expresiones de una democracia. Se trata de protegerla y fortalecerla.
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