Colombia atraviesa una profunda crisis social, económica y de confianza. Agravado por las decisiones económicas del Gobierno para hacer frente a la emergencia del COVID-19 y un Congreso sin capacidad para ejercer su labor, el panorama presenta riesgos y retos. La solución es reactivar un verdadero ejercicio de control político y trasladar la conversación al terreno de las ideas.
Escribo estas líneas a mi regreso de Samaniego (Nariño), donde conversé con las madres de los jóvenes masacrados en agosto pasado. Me conmovió profundamente escuchar su dolor y su llamado para que se haga justicia. Me reuní también con los comandantes del Ejército y la Policía, quienes –a pesar de contar con pocos efectivos y recursos– libran una dura batalla contra los mafiosos que intentan controlar a la población mediante el terror.
La situación que viven allí y en otras regiones es un síntoma de la profunda crisis social, económica y de confianza que atraviesa el país.
En Bogotá, por ejemplo, la muerte de Javier Ordóñez mientras se encontraba en custodia policial fue la chispa que prendió una gasolina de desempleo, pobreza y descontento generalizado. Las cifras son escandalosas: trece muertos, 409 heridos –casi ochenta de ellos con armas de fuego–, cientos de abusos plenamente documentados y miles de millones de pesos en pérdidas materiales.
La Policía se vio completamente desbordada: su tarea es perseguir delincuentes y proteger a las personas, no enfrentar las consecuencias sociales de la crisis. La respuesta del Gobierno ha sido muy pobre. La autocrítica y la compasión con las familias de las víctimas han brillado por su ausencia.
En una democracia, las explicaciones de los ministros y el control de las fuerzas de seguridad se llevan a cabo en el Parlamento. Sin embargo, en Colombia el Congreso está reducido a una irrelevante plataforma virtual, de espaldas al país.
¿Cómo llegamos a este punto? Los argumentos no pueden reducirse simplemente a la pandemia. La crisis social que atraviesa el país tiene sus raíces en el manejo económico que el Gobierno le ha dado a la emergencia y al ejercicio de su poder durante la misma.
A continuación, presento un análisis de las decisiones adoptadas, de la alteración en el equilibrio de poderes, y una propuesta que le permita a Colombia salir de la crisis, desactivando una polarización que amenaza con agudizarse.
Ortodoxia económica y ‘darwinismo social’
El Gobierno Nacional tuvo un manejo excesivamente cauto y ortodoxo frente a la pandemia del COVID-19 –una gestión, además, bastante insensible frente a lo que vive el grueso de la población. Es cierto que se trata de un gobierno con relativamente poco margen fiscal –al menos en términos de endeudamiento si se compara con países como Perú y Chile–. Sin embargo, las circunstancias globales han demostrado que aún tiene acceso al endeudamiento a tasas decentes. Ese exceso de ortodoxia y de prudencia mal llevadas condujeron a cometer errores iniciales que terminaron ahondando la crisis.
Ahí hay dos razones. El énfasis, un poco pueril, en los créditos fue una primera ilusión que salió frustrada. Se hizo bien en liberar liquidez para la banca a través del Banco de la República, pero, a su vez –dada la rigidez ideológica del ministro de Hacienda, y la fragilidad regulatoria del Gobierno– no se pudo evitar que hubiese repartición de dividendos, apenas unos días después de que se ordenara dicha liquidez –fueron 13 billones de pesos–.
Fue algo sorprendente: aun en países como Estados Unidos, bancos muy importantes suspendieron o pospusieron la repartición de dividendos, y varias cabezas de las reservas federales de diferentes estados insistieron en este propósito. Y en Europa –particularmente en Reino Unido– se decretó que no habría repartición de dividendos por lo menos este año, justamente para robustecer a la banca y permitirle enfrentar estas dificultades, irrigando con riqueza al sector productivo y los hogares.
Hacer énfasis exclusivamente en los créditos del sector financiero fue un serio error de apreciación por parte del Gobierno. Es fácil hacer diagnósticos en retrospectiva, pero no se puede dejar de lado que los debates globales sobre la naturaleza de la crisis dejaron claro que, en lugar de sobreendeudar a muchas empresas, creando una crisis de la deuda, lo lógico era sostener la demanda a través de subsidio al desempleo –que fue lo primero que se decretó en muchos países–.
La renuencia ideológica de Alberto Carrasquilla –un hombre excesivamente ortodoxo, conservador y muy poco sensible frente a lo que está viviendo la gente en la calle– hizo que eso se demorara y se perdieran cuatro meses.
En un país en donde el grueso del empleo es informal y de pequeña y mediana empresa, cualquiera podría entender que una empresa pequeña o mediana que vive al día, difícilmente podría sostener su empleo sin acceso al crédito y sin ayuda estatal.
El choque del desempleo en Colombia ha sido brutal. Somos, de lejos, el país de América Latina con la mayor caída en el empleo.
Estas cifras ilustran el fracaso de un Gobierno que –teniendo la plata disponible– no quiso dar la mano, y no quiso tampoco acudir a mayor endeudamiento. Se resignó, pues, a la idea de que esto tendría que pasar, en una clara muestra de ‘darwinismo social’.
Este conjunto de decisiones constituye, además, una muestra del gran poder que tiene Alberto Carrasquilla en el Gobierno –en particular, su importante ascendencia sobre el presidente de la República–. Por un lado, tiene gran poder burocrático en las 23 entidades adscritas al ministerio de Hacienda, pero también domina el Departamento Nacional de Planeación, una entidad que, tradicionalmente, ha sido un gran contrapoder al ministerio de Hacienda en la tradición institucional colombiana.
En la práctica, esto impide desarrollar una visión económica distinta a la del ministro de Hacienda en cualquier sector del Gobierno.
Carrasquilla es un hombre de otro momento –de otras circunstancias históricas e ideológicas–, liderando un momento para el cual hubiésemos necesitado un pensamiento mucho más libre y menos dogmático.
Es un buen técnico, pero eso no lo hace un buen estadista.
Un Congreso sin dientes
En el marco del diseño institucional dispuesto por la Constitución del 91, le correspondería al Congreso servir como contrapeso a las decisiones del Ejecutivo. Sin embargo, el Legislativo es en la práctica sumamente frágil por varias razones.
La primera es que sus órganos ejecutivos son débiles –el sistema de presidencias por un año hace muy difícil asentar el poder de un presidente del Senado o la Cámara–.
La segunda, tiene que ver con su poder presupuestal del Congreso, que es mínimo. Su presupuesto propio es muy pequeño y, por consiguiente, su estructura burocrática es muy frágil. Por ejemplo, en los parlamentos británico o francés hay un cuerpo de funcionarios de carrera administrativa meritocrática, escogidos con los más altos estándares. En Colombia no pasa eso: aquí la burocracia de carrera consiste en el congelamiento burocrático de cargos políticos.
En tercer lugar, al Gobierno no le interesa tener un Congreso que le ponga la lupa a su gasto, lo cual genera prácticas indeseables para que muchos parlamentarios ‘miren hacia otro lado’.
Y, por último, no hay competencias reales para que los funcionarios le digan la verdad al Congreso en el marco del control político. Este control político en Colombia es un espectáculo esencialmente histriónico: por un lado, alguien hace un debate y revela una cantidad de papeles; en la orilla opuesta, el ministro se defiende con una prosa larga y extendida.
El control político real se ejerce en audiencias –en hearings, como sucede, por ejemplo, en Estados Unidos, donde el funcionario declara bajo la gravedad de juramento–. Eso no ocurre aquí.
En todas las democracias el Congreso es una suerte de pararrayos de todos los problemas nacionales. Sin embargo, en Colombia, esa circunstancia se suma a la debilidad institucional.
La capacidad del Legislativo para influir en materia presupuestal es sumamente limitada. En el marco del debate del Presupuesto General de la Nación, las proposiciones modificatorias solo se pueden presentar si tienen visto bueno del Gobierno. Adicionalmente, no hay partidas individuales para que los congresistas ejerzan su labor de representación regional. Un congresista que no lleva nada a su región –con las necesidades que allí existen–, es inútil.
En nuestro país, este tipo de partidas son vistas como un pecado –se han llamado ‘mermelada’–. Sin embargo, que sea mal visto no quiere decir que haya dejado de hacerse: ahora se hace por debajo de la mesa, lo cual no permite que la opinión pública ejerza control sobre los recursos.
La situación no parece tender a mejorar. Una muestra de ello ha sido el trámite del proyecto de regalías. Según lo aprobado hasta el momento, el 40 por ciento de ese dinero –de departamentos y municipios– tendrá que pasar por ocho OCAD cuya secretaría técnica la desempeñará el DNP. El paso por esos Órganos Colegiados de Administración y Decisión serán, en la práctica, un visto bueno disimulado por parte del Gobierno.
Este no es un asunto menor. En un país en que la gente necesita tanto del Estado, quien controla el Estado consigue los votos. Esa ha sido la materialización histórica del Estado colombiano con fines electorales: la captura del Estado como parte de la competencia política es algo que nunca hemos logrado contener.
Legislando ‘vía Zoom’
¿Cuál es, entonces, el papel del Congreso en el escenario actual? La fuerza del Congreso reside en el poder fundamental del poder político. Ese poder político existe cuando hay reunión. Este es un concepto que desarrolló Edmund Burke al hablar de la representación política. Solo cuando las personas se congregan hay poder político.
Al sesionar desde una plataforma virtual, hay reunión, pero no congregación –y no hay poder político real–. El congresista –el individuo– está aislado en su casa. La única forma de que haya poder real frente al Ejecutivo y las dinámicas de concentración de poder tributario, financiero y militar es que haya Congreso –un congreso reunido, organizado, una suerte de partido de fútbol, si se quiere–, ejerciendo un control real.
¿Qué poder tiene un Congreso que sesiona desde una red social cerrada? Ninguno. La opinión de un congresista tiene el mismo peso que un tuit. La diversidad de voces y la participación ciudadana son altamente deseables, pero en democracia una curul elegida popularmente no puede valer lo mismo que una cuenta de Facebook.
El resultado es un Congreso desarticulado, sin resonancia y, lo que es más preocupante, sin relevancia. Un Congreso que perdió su dimensión.
Desde una pantalla –desaparecidos–, los partidos se erosionan y dejan de existir en la dinámica legislativa e institucional.
En la práctica, la dinámica virtual que tiene el Congreso actualmente fue casi una aparición divina para un Gobierno que –muy debilitado y con pocas ejecutorias en el Legislativo antes de la pandemia– ahora puede pactar más fácilmente cualquier iniciativa que quiera sacar adelante. Esa excesiva concentración de poder en manos del Ejecutivo ya ha sido señalada por organismos internacionales.
El congreso virtual surgió como una idea bien intencionada que terminó teniendo consecuencias muy graves para el país, sobre todo si se tiene en cuenta que el Gobierno prepara una reforma pensional y una reforma tributaria. El Gobierno sabe que es mucho más fácil sacarlas adelante de forma virtual, y no presencial.
Un debate de ideas
El panorama descrito parece extremadamente desalentador –en la práctica lo es–. No obstante, refleja también que Colombia está atravesando un periodo de rupturas. Y en todos los tiempos de ruptura hay también una reconfiguración política.
Esta reconfiguración debe venir por la vía de la construcción de ideología –un elemento que ha estado ausente del debate público en los últimos años–.
Si logramos articular muchos de los sectores políticos que comparten esta convicción –darles una bandera y una causa más allá de la mecánica política y los personalismos– se pueden movilizar a los ciudadanos hacia el campo de las ideas.
Desde mi perspectiva –compartida por un grupo sólido de parlamentarios y líderes políticos– es la socialdemocracia.
El liberalismo socialdemócrata tiene un componente ideológico muy fuerte. A nivel individual, pasa por el respeto del ser humano y las garantías, libertades y derechos individuales –la libre empresa, por ejemplo, es un elemento innegociable–. Consiste también en la defensa del Estado Social de Derecho, la libertad de expresión y la separación, por encima de cualquier propósito.
Hay otro elemento fundamental, que es el principio de solidaridad, sin el cual los individuos no pueden vivir armónicamente. Se trata de solidaridad entendida como compasión –por quienes sufren y pasan dificultades, y no pueden competir– y solidaridad donde el Estado se convierte en un articulador más allá de la política social de los mínimos.
Esto es especialmente relevante: la política de los mínimos –consideran sus defensores– permite contener la explosión social, pero no permite real equidad, igualando las oportunidades para todos.
Se trata de tender puentes: sí a la libre competencia, pero también sí al nacimiento de nuevas empresas mediante un apoyo estratégico para el desarrollo productivo del país.
La matriz ideológica de la izquierda nada tiene que ver con esto: el liberalismo cree en la libre empresa y las libertades, pero con un componente esencial de solidaridad.
Eso es lo que queremos construir. La polarización actual entre derecha e izquierda se explica, en buena medida, a partir de la ausencia de una alternativa seria, concreta, con ideas, que se identifique con programas específicos –una opción que se conciba a partir de lo que es, y no de lo que no es–.
La crisis social, económica y de confianza que atraviesa Colombia demanda medidas audaces, nos llama a pensar en grande. Si no se encausa la inconformidad actual a través de programas e ideas que permitan avanzar, no se sabe en dónde pueda terminar.
*Rodrigo Lara Restrepo es senador de la República.
**Las opiniones expresadas en este espacio comprometen exclusivamente a su autor y no representan la posición del Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana.
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