Es indudable que la campaña electoral por la Presidencia de la República ha tenido momentos de especial tensión. Es también innegable que los señalamientos, las fricciones y las disputas han abierto heridas que permanecerán abiertas aún después del 7 de agosto –gane quien gane–.
Aunque algunos analistas insisten en declarar la desaparición de determinadas fuerzas políticas (algo equivocado, desde nuestra humilde perspectiva), las próximas semanas, previas a la segunda vuelta de esta carrera electoral, estarán marcadas por las movidas partidistas, las alianzas y el aterrizaje de antiguos rivales –así como de socios que podrían resultar incómodos–.
A pesar de las complejidades –e independientemente del resultado final– este proceso electoral que está viviendo Colombia deja resultados muy positivos, especialmente en lo que tiene que ver con la política fiscal.
En primer lugar –y a pesar de las diferencias en expectativas de recaudo y el alcance de las propuestas– los aspirantes coinciden en la necesidad evidente de llevar a cabo una reforma tributaria.
La discusión sobre quiénes deberían pagar más impuestos en función de sus ingresos, y sobre qué beneficios tributarios deberían revisarse, se ha puesto sobre la mesa. En últimas esa discusión tributaria es cada vez más informada, y el debate se ha comenzado a trasladar al plano de las cifras, de las cuentas y de las proyecciones basadas en datos.
Falta, por supuesto. El nivel de detalle está aún lejos de ser el ideal y el adecuado, pero por cuenta de los debates entre candidatos, las cifras comienzan a abrirse paso.
En segundo lugar, se encuentra la coincidencia respecto a la importancia de llevar a cabo una reforma pensional. Como hemos señalado en otras ocasiones, esta reforma –contrario a lo que podría pensarse– no toca solamente a las personas que están en edad de pensionarse. Por el contrario, es algo que debería importarles a las personas que trabajan de manera formal, y también a los diseñadores de política pública que con razón aspiran a seguir cerrando la brecha de trabajo informal en el país.
Hablar de pensiones, además, toca directamente las cuentas públicas, y se convierte es un asunto de especial importancia al momento de hablar de la caja con la que contará el próximo gobierno –cualquiera sea su afiliación partidista o ideológica– para llevar a cabo lo que se está prometiendo.
Esto nos lleva al tercer punto. De manera silenciosa, pero cierta y evidente, se ha instalado entre los líderes políticos del país la necesidad de fortalecer la baraja de programas sociales –esto es, las transferencias monetarias condicionadas, que han demostrado ser una herramienta útil en la lucha contra la pobreza–. Se trata, en últimas, de un camino que podría conducir a que el país pudiese implementar de manera exitosa –y con el consenso de prácticamente todas las fuerzas políticas– un programa de renta básica.
En las diferentes encarnaciones que sobre el asunto proponen los candidatos, una iniciativa en este sentido podría desatar una positiva transformación en materia social en el país, pues su correcta implementación podría convertirse en una poderosa herramienta para sacar definitivamente a millones de personas de la condición de pobreza.
Adicionalmente, la focalización de transferencias de esta naturaleza en grupos poblacionales específicos podría ser algo verdaderamente revolucionario. Los candidatos han planteado concentrar ayudas en madres cabezas de familia o en adultos mayores, de manera preferente.
De ello se desprende un valioso avance relacionado, precisamente, con la tercera edad. Todos los candidatos coinciden en que implementarán iniciativas para entregar ayudas dignas a quienes no tienen pensión, no reciben ayudas económicas, o solo reciben ingresos por debajo de determinadas líneas. Las propuestas van de los 300.000 pesos al millón de pesos –pasando por los 500.000 pesos–.
Los candidatos están hablando de impuestos, de reforma pensional y de transformaciones que –en caso de implementarse– serían verdaderamente transformativas para el panorama social, económico y político del país.
Esto no es producto del azar. La sociedad colombiana está hablando de economía –en particular de política fiscal y asuntos tributarios–. Una mirada a la historia reciente del país y a las reivindicaciones de las movilizaciones ciudadanas dan cuenta de ello.
Se trata, ciertamente, de una señal de progresiva madurez política que probablemente pase desapercibida para parte del electorado, y también para un sector considerable de los políticos, quizás más interesados en mantener la conversación pública en términos más simples y menos problemáticos para los proyectos que abanderan. Esta evolución es también una mala noticia para algunos grupos de tecnócratas que durante décadas han acaparado la discusión sobre asuntos económicos –y también sus fórmulas de solución–.
Todo este proceso plantea un reto adicional para el próximo gobierno, pues este interés de la sociedad por los temas que afectan su bolsillo de forma directa demandará mucha pedagogía, mucho diálogo y mucha franqueza respecto a las decisiones que se tendrán que tomar.
Aunque es difícil verlo en medio de la confrontación verbal que algunos sectores se empeñan en azuzar, de los lugares comunes, los señalamientos y la falta de argumentos, el debate público en Colombia ha comenzado a transformarse.
Ciertamente, sería más cómodo limitarse a las simplificaciones que dicen que en ‘este país’ no hay futuro posible, pero la realidad, felizmente, es que sí es posible hablar de temas con algo más de profundidad.
El proceso está lejos de completarse. Quedan por delante varios procesos electorales para perfeccionar el asunto. Pero vamos por buen camino. A medida que se acerca el día de las votaciones –y aun en medio de la megafonía– conviene tenerlo presente: la campaña ha sido dura, pero no todo es malo.
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