Analizamos hace unos días algunas de las cifras, proyecciones e implicaciones de la hoja de ruta que para la pospandemia plasmó el Gobierno nacional en el Marco Fiscal de Mediano Plazo.
Detallamos, por ejemplo, que se espera “un rebote acelerado del crecimiento” de la economía durante los próximos años, con un pronóstico de 6% para 2021 –y un promedio de 3,7% en los años por venir–, así como una caída de al menos 3,2 puntos porcentuales en el índice de desempleo durante el presente año.
Destaca también el dato de que se va a requerir una financiación de 134 billones de pesos, y que se espera aumentar los ingresos con relación al PIB –siendo el objetivo pasar del 16,2% al 17%.
Estas metas macroeconómicas se articularán en torno a lo que se ha denominado “triada de soluciones”, con la reducción de la pobreza, la recuperación del empleo y la sostenibilidad fiscal como ejes principales.
En este sentido, la nueva reforma tributaria –con la que se espera recaudar al menos 14 billones de pesos– es un elemento fundamental para garantizar la sostenibilidad de las acciones que se pondrán en marcha. No obstante, se van a necesitar fuentes adicionales de financiación. Y es ahí en donde sale a relucir el tema del que nos ocuparemos a continuación: las enajenaciones.
Para hacer realidad lo planteado en el Marco Fiscal de Mediano Plazo se necesita más plata. Enajenar activos –es decir, vender empresas del Estado o su participación en estas– es una alternativa que el actual gobierno ha intentado tomar a gran escala desde 2019.
Vamos por partes. El Estado colombiano –los estados, en general– tienen empresas. Se trata de firmas que se concentran en sectores estratégicos de la economía o en los que no es rentable para actores privados hacer grandes inversiones para iniciar de ceros la actividad –el sector energético es un buen ejemplo de ello. Sin embargo, además de empresas, el Estado tiene también participación en empresas. Puede ocurrir que personas naturales o jurídicas paguen deudas con el Estado entregando acciones, o que estas les sean embargadas; esas acciones pueden reportar ganancias, pero su administración también cuesta.
Un conteo reciente detalló que la Nación tiene participación en 103 empresas que suman un valor patrimonial de 78 billones de pesos. La información publicada coincide también con lo planteado en el Marco Fiscal de Mediano Plazo, en el sentido de que el Gobierno tiene la intención de vender activos por 21 billones de pesos entre 2021 y 2022.
Hagamos un poco de memoria. En 2019 el Gobierno quiso vender la participación del Estado en ISA, la principal transportadora de energía eléctrica del país. El proceso –al que se invitaron varias firmas para su diseño– se cayó en noviembre de ese año, un día antes del inicio de las movilizaciones ciudadanas contra la actual administración.
Pero, a fin de cuentas, ¿enajenar es bueno o malo? La respuesta depende del contexto. Para un Estado puede no ser rentable perder tiempo y dinero en la administración de activos o pequeñas participaciones accionarias en sectores dominados por actores privados. Pero, en casos más grandes –como la energía–, enajenar ciertamente podría ser como vender la casa para pagar arriendo. Reducir la participación pública en una empresa implica, además, que los dividendos que reciba la Nación serán más pequeños, año tras año. Es decir, hoy se obtiene dinero, pero mañana el rédito será menor.
En cualquier caso, no es posible dar una respuesta concluyente porque el Gobierno, en el Presupuesto General de la Nación para el presente año, habló de enajenaciones, pero decidió no contarles a los colombianos qué empresas (o participaciones) piensa vender.
Lo único que se sabe con certeza es que se espera obtener 12 billones de pesos este año mediante la enajenación de activos.
La mira parece estar puesta en ISA. La positiva situación financiera de la empresa nos regresa a la pregunta acerca de la conveniencia de enajenar: una empresa con tan buen comportamiento y resultados se va a vender muy bien, pero, a la larga, ¿vale la pena salir de una empresa con tan buen comportamiento y resultados?
Remitámonos a lo que dice el propio Marco Fiscal de Mediano Plazo: “Respecto a ISA (…) se destaca la estabilidad en sus ingresos y capacidad para implementar estrategias de manejo eficiente de gastos. Estos (…) impactaron positivamente sus utilidades en el 2020 (+25,7%), a pesar de la coyuntura generada a nivel nacional como consecuencia de [la] Covid-19”.
¿Entonces? En mayo de 2018 se aprobó el documento Conpes 3927, el cual consolida la “estrategia de gestión del portafolio de empresas y participaciones accionarias de la Nación”.
Allí se clasifican las empresas estratégicas en dos grupos: las que “desarrollan objetivos de política pública”; y aquellas que “generan alta rentabilidad y que son fuente de ingresos fiscales para el Estado”.
El documento señala “criterios recomendados para la determinación de las empresas o participaciones accionarias del Estado estratégicas”.
Un aparte destaca especialmente: “Siempre que una empresa o participación vaya a ser enajenada, es conveniente realizar esta misma valoración y proyecciones de los cinco años siguientes. Si cumple con los criterios de rentabilidad en por lo menos tres de los cinco años proyectados, podrá ser considerada un activo estratégico por rentabilidad, a menos que los recursos producto de una eventual enajenación sean superiores o se dirijan a fines con mayor rentabilidad.
La hoja de ruta delineada por el Gobierno para un escenario pospandemia es ambicioso y necesita amplias fuentes de financiación. En este sentido, la enajenación de activos es una estrategia que permite hacer caja rápidamente.
Pero más allá de esto, es una opción con la que se puede abrir una fuente de financiación sin necesidad de asumir los costos políticos de una reforma tributaria. La retirada reforma tributaria se puso un horizonte de 25 billones de pesos de recaudo. El nuevo proyecto –que se ha socializado, conversado y conciliado con gremios, actores sociales y fuerzas regionales– espera recoger 14 billones. En cambio, una enajenación por igual valor necesitaría solo un proceso técnico y administrativo.
Esa es la ventaja, pero también el riesgo de esta alternativa. De ahí la necesidad de que la ciudadanía, la academia y los actores políticos le pongan el ojo al asunto. Pero, sobre todo, de ahí la importancia de que el Gobierno nacional sea transparente no solo en sus planes, sino en los métodos que quiere implementar para llevarlos a cabo.
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