Concebida como un mecanismo para que el Gobierno nacional –sin importar quién lo presida– reduzca el déficit año tras año, esta operó adecuadamente hasta 2018. Hoy está suspendida, y todo indica que terminará reducida al papel. Contrario a lo que se podría pensar –y a lo que dice el actual gobierno–, no toda la culpa es del Covid.
¿Qué es la regla fiscal? Es posible que pocas personas por fuera del círculo de los economistas de gobierno más dedicados sepan la respuesta exacta. No hay nada de qué avergonzarse. Sin embargo, es importante saber de qué se trata y conocer los cambios que ha tenido en el último año. Esos cambios, además de que le permiten al Gobierno gastar plata con la que no contaba, tendrán efectos a futuro –sobre todo negativos– en el propósito de tener un sistema tributario en el que los que tienen más, paguen más.
Comencemos. La Regla Fiscal se creó mediante la ley 1473 de 2011. Su objetivo es reducir la diferencia entre los ingresos de la Nación y sus gastos. La norma lo pone en los siguientes términos: “El gasto estructural no podrá superar al ingreso estructural en un monto que exceda la meta anual de balance estructural establecido”.
Esto quiere decir que el Gobierno solo puede gastar su ingreso estructural más un porcentaje del PIB definido por la ley. Ese “ingreso estructural” es lo que queda después de descontar los efectos –y aquí citamos la ley– "del ciclo económico y los efectos extraordinarios de la actividad minero energética y otros efectos similares". Es decir, es el ingreso predecible con el que se puede contar de manera más o menos independiente de los vaivenes macroeconómicos y de variables básicamente imposibles de predecir, como el precio del petróleo.
Sin embargo, para efectos de la Regla Fiscal, hay un detalle. Esta última expresión –los “otros efectos similares”– es bastante ambigua. ¿Qué pasa con los recursos ocasionales o transitorios que no son producto del ciclo económico ni de la actividad minero-energética? La ley no dice nada al respecto.
Ese no es un detalle menor, pues abre la puerta a que la norma sea interpretada según las circunstancias. Si la lectura se ciñe al espíritu de la ley, un ingreso ocasional - como la venta de empresas del Estado o las utilidades del Banco de la República - no se consideraría como parte del ingreso estructural. En esa línea, si un asalariado se gana el chance o vende la casa, ese dinero extra, aunque bienvenido, llega solo una vez –es decir, no es ingreso estructural–, y debería ahorrarse o invertirse, en lugar de pasar a ser parte del gasto.
No obstante, también se podría dar la lectura contraria: que las ganancias ocasionales que no provengan del ciclo macroeconómico o de las fluctuaciones en los ingresos de la actividad minero energética se puede y debe gastar.
Esta zona gris no representó un problema entre 2012 y 2018. Durante dicho periodo el Gobierno nacional se abstuvo de gastar los ingresos ocasionales. Un ejemplo de esto fue la enajenación de una parte de Isagén. Entendido como un ingreso por una única vez, no se contabilizó como ingreso corriente de la Nación, quedó por fuera del Presupuesto General, y se destinó a la financiación de proyectos de infraestructura; específicamente, 90 por ciento del dinero se destinó a la Financiera de Desarrollo Nacional, que ha apalancado las concesiones 4G.
Esta parece ser la opción correcta. Si me gano el chance, no tiene sentido irme a vivir en arriendo a un apartamento más caro que el que puedo pagar con mi sueldo habitual –mi ingreso estructural–: al cabo de unos meses voy a terminar con gastos que el ingreso habitual no podría cubrir.
Hasta 2018 también se mantuvo la práctica de no contabilizar las utilidades del Banco de la República como un ingreso corriente.
Infortunadamente, esta buena práctica desapareció en 2019.
Este punto de inflexión tiene dos ejes. El primero fue la luz verde que le dio el Consejo Superior de Política Fiscal (Confis) a contabilizar las utilidades del Banco de la República como ingreso corriente. Se trató de una decisión exótica. Esas utilidades, además de ser ocasionales y de no estar garantizadas año tras año, provenían de una entidad cuyo propósito no es generar utilidades. Lo cierto es que el Gobierno recibió 1,8 billones de pesos por ese concepto.
¿Qué tan factible es ganarse el chance dos veces seguidas? Al parecer, no es imposible. En 2020 el Gobierno recibió –antes de la pandemia– 7 billones por concepto de utilidades del Banco de la República. Ese ingreso, de nuevo, se clasificó como estructural.
Al margen del análisis sobre la Regla Fiscal, incluir ingresos provenientes del banco central en los ingresos corrientes genera una presión sobre el banco para generarlos año tras año, algo que lesiona su independencia.
Pasemos al segundo eje. En marzo de 2019 el Gobierno nacional le pidió al Comité Asesor de la Regla Fiscal –una instancia conformada por académicos, expertos, consultores y los presidentes de las comisiones de asuntos económicos del Congreso– que diera su visto bueno para aumentar el déficit por encima del máximo permitido por la Regla Fiscal, con el fin de atender a los migrantes venezolanos.
La Ley 1473 estableció que “el déficit estructural del Gobierno Nacional Central no será mayor a 1% del PIB a partir del año 2022”, y agregó un parágrafo transitorio que dice así: “El Gobierno Nacional seguirá una senda decreciente anual del déficit en el balance fiscal estructural, que le permita alcanzar un déficit estructural de 2,3% del PIB o menos en 2014, de 1.9% del PIB o menos en 2018 y de 1.0% del PIB o menos en 2022”
El Comité, como consta en el acta de la sesión del 27 de marzo, accedió a la petición del Gobierno, aprobando un espacio adicional de 0.5 por ciento del PIB en 2019; 0.4 en 2020; 0.3 en 2021; 0.2 en 2022; y 0.1 en 2023.
El déficit estructural podría haber sido hasta de 2,7 por ciento del PIB en 2019. Ese valor se configura así: 1,8 por ciento de déficit estructural más 0,4 de déficit adicional por ciclo económico y minero-energético, más 0,5 extra para la atención a los migrantes venezolanos.
El Gobierno nacional informó que sobrecumplió la meta, pues su déficit total fue de 2,5 por ciento. Sin embargo, si se restan las utilidades del Banco de la República de los ingresos –como debería ocurrir, pues se trata de ingresos ocasionales–, el déficit fue de 2.7 por ciento del PIB. Es decir, no hubo tal sobrecumplimiento.
La denominada Estrategia para la Atención de la Migración desde Venezuela quedó consignada en el documento 3950 del Consejo Nacional de Política Social y Económica (Conpes), aprobado el 23 de noviembre de 2018. Detalladas por sectores, se contemplan acciones en “un horizonte de tres años”. Así, hacia el año 2021 se estima que estas tendrán “un costo estimado” de 422 mil millones de pesos.
Esos 422 mil millones de pesos contrastan con el espacio adicional de gasto autorizado por el Comité Asesor de la Regla Fiscal, que para 2019 fue de más o menos 5 billones de pesos. ¿En qué se invirtió el resto? ¿Se volvió gasto corriente? El Gobierno nacional no ha entregado detalles de ese gasto peso por peso –y no billón por billón–.
Es importante anotar que no se trata solo de 5 billones. Los 5 billones fueron solo para 2019. En 2020 serán 4. En 2021, 3. En 2022, 2; y 1 billón más en 2023. Estamos hablando de 15 billones –millones de millones– de pesos que no se informado cómo y en qué se van a gastar.
¿Qué ha pasado en 2020? Como señalamos unos párrafos atrás, este año el Gobierno nacional recibió 7 billones de pesos por concepto de utilidades del Banco de la República –dinero que sirvió para tapar el hueco que abrieron en las finanzas públicas las exenciones que la más reciente reforma tributaria les concedió a los grandes capitales.
La Regla Fiscal fue otra víctima del coronavirus. En junio, con el propósito de atender la pandemia, el Gobierno decidió suspenderla para el periodo 2020-2021. Según los cálculos presentados, la Regla permitiría un déficit máximo de 6.1% del PIB (incluyendo el gasto contracíclico), y se requiere un déficit de 8.2% del PIB. De ahí la suspensión.
Hay, sin embargo, un detalle para tener en cuenta. Según el Plan Financiero de 2020 –publicado en marzo, antes del confinamiento–, el Gobierno esperaba tener este año un déficit total de 2,2 por ciento del PIB. Eso implicaba, de nuevo, un supuesto sobrecumplimiento respecto al déficit máximo permitido por la regla, que era de 2,3 por ciento del PIB –una cifra obtenida de sumar 1,6 de déficit estructural más 0,3 de déficit adicional por ciclo económico y minero-energético, y 0,4 extra para la atención a migrantes venezolanos–. Sin embargo, si se restan las utilidades del Banco de la República –por tratarse de ingresos ocasionales–, el déficit total sería de 2,9 por ciento del PIB, una cifra bastante mayor a la permitida por la Regla Fiscal.
¿Cómo pintan las cosas para 2021? Como hemos visto, el déficit total –aún sin pandemia– se habría alejado del máximo permitido por la Regla. Este alejamiento creciente es preocupante porque dibuja una senda fiscal insostenible en el largo plazo.
Tratemos de calcular el déficit fiscal para 2021 en un escenario sin pandemia valiéndonos de cuatro supuestos y pronósticos oficiales. En primer lugar, el Gobierno prevé que los ingresos tributarios serán apenas de 13.5 por ciento del PIB. Supongamos que fueran de 14.3 por ciento del PIB –un supuesto razonable que coincide con la proyección que hizo para 2021 el propio Gobierno en el Marco Fiscal de 2019 mucho antes de la pandemia–. En segundo lugar, supongamos que sin pandemia los dividendos de Ecopetrol en 2021 fueran iguales a los de 2020 (lo cual equivale a asumir que los resultados de esta empresa en 2020 sin pandemia habrían sido similares a los de 2019). Si este fuera el caso, dichos dividendos serían de 0.6 por ciento del PIB en 2021, y no de 0.1 por ciento del PIB, como espera el Gobierno. En tercer lugar, el Marco Fiscal de Mediano Plazo anuncia que el Gobierno no piensa hacer ningún gasto extraordinario para atender la pandemia en 2021 –un supuesto preocupante y poco realista–. Finalmente, el Marco Fiscal anuncia que el déficit proyectado para 2021 es de 5.1 por ciento del PIB. Si a eso le restamos el 0,8 por ciento de la caída de ingresos tributarios y el 0.5 por ciento de la caída de los dividendos de Ecopetrol, concluimos que el déficit sería más o menos de 3,8 por ciento del PIB en un 2021 sin pandemia. La Regla Fiscal habría permitido máximo un déficit de 1,8 por ciento del PIB el próximo año. Eso quiere decir que el Gobierno ya estaba desfasado en 2 por ciento del PIB antes de la pandemia.
El verdadero tamaño de ese hueco es aún mayor, pues según el proyecto de Presupuesto General de la Nación para el próximo año, el Gobierno contabilizará los recursos provenientes de la enajenación de activos y las utilidades del Banco de la República como ingresos estructurales. Estos recursos sumarían aproximadamente 1.7 por ciento del PIB. Si se contabilizaran correctamente como ingresos ocasionales o transitorios, la diferencia entre el déficit establecido por la regla fiscal y el déficit observado sin pandemia superaría ampliamente los 3 puntos del PIB en 2021.
No es descabellado suponer que el Ejecutivo, aún en un escenario sin pandemia, iba camino a incumplir el límite establecido por la fórmula de la Regla Fiscal.
La perpetuación del déficit estructural en el tiempo es una señal de insostenibilidad. ¿Es viable que un trabajador asalariado cubra sus gastos a punta de ganar el chance? No suena demasiado razonable. La clasificación de ingresos transitorios como estructurales ha llevado a que se tenga un déficit total decreciente, sin embargo, si se interrumpen los ingresos ocasionales o se acaban los activos para enajenar, el déficit será muy superior al de los últimos años.
También vale la pena preguntarse sobre el futuro de la Regla Fiscal, que ya demostró su utilidad en circunstancias extremadamente adversas –su componente contracíclico le permitió al gobierno Santos hacer frente con éxito a la caída en los precios del petróleo–.