Uno de los muchos retos que la pandemia ha planteado en materia de política pública tiene que ver con la necesidad de encontrar un equilibrio entre la salud y la sostenibilidad económica. La búsqueda de fuentes adicionales de financiación ha sido un elemento transversal en ese empeño. Algunas ideas han resultado positivas, otras han planteado serias dudas sobre su ejecución. Otras más parecen no estar bien diseñadas ni ajustadas a las normas, y se quedan en el camino.
A juzgar por una reciente decisión de la Corte Constitucional, el denominado “impuesto solidario” parece ubicarse en esta última categoría. Con cinco votos a favor y cuatro en contra, el alto tribunal declaró inconstitucional este tributo transitorio, creado mediante el Decreto 568 de 2020.
¿En qué consistía? Creado en abril pasado, el impuesto establecía que los funcionarios públicos que ganaran más de 10 millones de pesos deberían aportar –durante tres meses– entre el 15 y el 20 por ciento de su salario. En su momento, el Gobierno nacional aseguró que el objetivo era que hubiese “solidaridad para atender a las familias más vulnerables”.
Es innegable que cada peso cuenta –sobre todo si se trata de aumentar las fuentes de financiación para enfrentar una emergencia como la actual–. Sin embargo, al observar su valor en términos reales y puesto en perspectiva con los demás montos dispuestos para la atención de la pandemia, el impuesto solidario podría entrar en una categoría adicional: la de las ideas que suenan muy bien, pero que logran poco en la práctica.
Veamos: según el Marco Fiscal de Mediano Plazo, con este impuesto se esperaba recoger 287 mil millones de pesos, a razón de unos 96 mil millones al mes. A comienzos de junio, en el Congreso de la República se ambientó la idea de extender un impuesto similar a los trabajadores no estatales. Así, el Observatorio calculó que pasaría si este impuesto se les cobrara a los 22 millones de trabajadores de empresas privadas con vinculación laboral que había en Colombia en el mes de enero: el recaudo habría sido de 115 mil millones de pesos mensuales. Dicha estimación, valga decirlo, se dio sobre un escenario ideal que –por cuenta de la pandemia y la falta de acción del ministerio de Hacienda para proteger el empleo con subsidios a la nómina, a pesar de tener los estudios y el dinero para hacerlo– ya no existe, pues durante la pandemia se han destruido en el país cerca de 5 millones de empleos.
Pero volvamos a la comparación. Puestos en perspectiva, los 96 mil millones mensuales de pesos del recaudo esperado del impuesto solidario y los 115 mil millones de un eventual impuesto similar para los privados, aunque no son cifras despreciables, son montos bajos si se comparan, por ejemplo, con los 25,5 billones de pesos que configuran los recursos del Fondo de Mitigación de Emergencias (FOME).
En Colombia, al igual que en el resto del mundo, la pandemia ha sido el escenario propicio para que –como señalamos antes– se presenten propuestas que, aunque taquilleras, no consiguen cambios de fondo.
En la línea del impuesto solidario podría mencionarse la propuesta de crear un “impuesto fraterno” para descontar mensualmente el 10 por ciento del salario de los congresistas, y destinar ese dinero a “incrementar la cobertura de las ayudas dispuestas” por el Gobierno nacional para los colombianos más pobres durante la pandemia. Colombia tiene 280 congresistas; cada uno gana 32 millones 741.755 pesos mensuales. Con un descuento mensual de 3 millones 274.175 pesos por cabeza, el recaudo anual sería modesto, por decir lo menos: 11 mil millones de pesos.
Aunque resulta razonable y es popular, una narrativa basada exclusivamente en los privilegios de unos pocos funcionarios resulta equivocada. Si bien estos funcionarios están entre el "top" 1-2% de más altos ingresos del país, comparten esa distinción con personas que ganan cientos o miles de millones de pesos al mes; y quienes tienen los más altos ingresos del país no los obtienen principalmente de cargos gubernamentales, sino de rentas de grandes patrimonios acumulados.
Por odioso que parezca, ‘el 1 por ciento’ –aunque privilegiado– no es uniforme. Académicos como Juliana Londoño Vélez de la Universidad de California en Los Ángeles han estudiado este fenómeno. “Mientras que los ricos que trabajan se han unido a los dueños del capital en la cúspide de la jerarquía de ingresos en Estados Unidos y otros países de habla inglesa, Colombia sigue siendo una sociedad más tradicional en la que los receptores de altos ingresos son los dueños del capital”, señala Altos ingresos e impuesto de renta en Colombia, 1993-2010, artículo académico que escribió junto a Facundo Alvaredo.
Al momento de escribir este texto la Corte Constitucional no ha publicado los detalles de su decisión respecto al impuesto solidario. Sin embargo, dada la naturaleza del tributo que creaba el decreto 568 puede inferirse que el alto tribunal estimó que se estaba violando la equidad horizontal. ¿A qué se refiere este concepto? La equidad implica que el pago de impuestos debe estar repartido de forma equitativa entre todos los contribuyentes. Esto implica dos cosas: la equidad vertical, en donde los contribuyentes con mayores ingresos pagan más que los que tienen menores ingresos; y la equidad horizontal, según la cual dos contribuyentes con iguales características (género, raza, religión) deben tener la misma carga tributaria (para un repaso de estas definiciones, remitimos al lector a la Guía Ciudadana a la Tributación y el Gasto Público del Observatorio)–.
La caída del impuesto solidario no implica que no se puedan crear herramientas temporales y creativas para hacer frente a una emergencia como la que vive el país. Señalar la inconveniencia práctica de este mecanismo en particular tampoco equivale a justificar que no se graven los altos ingresos. Sin embargo, decisiones como esta deberían servir para que el país avance, de forma efectiva, en la garantía de un sistema progresivo que privilegie la equidad.
Determinaciones como la de la Corte Constitucional, vistas en contexto, bien pueden servir en momentos en que en círculos de Gobierno se habla de la posibilidad de, por ejemplo, extender el IVA a toda la canasta familiar, tocando directamente el bolsillo de los ciudadanos –de los que ganan 10 millones y los que no–. ¿Por qué no empezar más bien por medidas progresivas que graven el capital, y luego concentrarse en posibles aumentos en los impuestos al trabajo y al consumo? Dejar los impuestos al capital para lo último puede ser una manera de, en la práctica, postergarlos por una generación más - y quizá sea precisamente a eso a lo que le está apuntando el gobierno.