Como parte de su paquete legislativo para el nuevo periodo de sesiones del Congreso, instalado el pasado 20 de julio, el partido Centro Democrático anunció que presentará un proyecto de ley para crear en Colombia un “impuesto fraterno”.
La iniciativa propone descontar mensualmente el 10 por ciento del salario de los congresistas y destinar ese dinero a “incrementar la cobertura de las ayudas dispuestas” por el Gobierno nacional para los colombianos más pobres durante la pandemia, en particular, Ingreso Solidario.
Las cuentas serían así: Colombia tiene 280 congresistas –108 senadores y 172 representantes a la Cámara–. Cada uno recibe un salario mensual de 32 millones 741.755 pesos. Un hipotético descuento del 10 por ciento por concepto del “impuesto fraterno” sería de 3 millones 274.175 pesos. El recaudo anual sería de poco más de 11 mil millones de pesos.
No es una cifra despreciable, pero es necesario verla en contexto. Veamos, pues, algunos escenarios de comparación. El programa Ingreso Solidario –que sería el destinatario de lo recaudado– ha beneficiado, según cifras de Gobierno nacional, a 2,6 millones de hogares; con corte a julio, se han hecho tres pagos de 160 mil pesos a cada beneficiario, con una ejecución total de 1 billón 223 mil millones de pesos. Es decir, el programa de Ingreso Solidario - que ha sido criticado por ser un subsidio bajo comparado con las necesidades de la población a la que está dirigido - ha costado más de 100 veces lo que se recaudaría al año con el "impuesto fraterno".
Veamos otro ejemplo: el impuesto solidario, creado en abril mediante el Decreto 568, establece que los funcionarios públicos que ganen más de 10 millones de pesos deberán aportar –durante tres meses– entre el 15 y el 20 por ciento de su salario. El objetivo, según explicó el Gobierno nacional, es que “haya solidaridad para atender a las familias más vulnerables”. Según lo señalado en el Marco Fiscal de Mediano Plazo, con este impuesto transitorio se espera recoger 287 mil millones de pesos. Es decir, el impuesto solidario a los empleados públicos recaudará 26 veces más que el "impuesto fraterno".
Y otro más: según las estimaciones del Observatorio Fiscal de la Pontificia Universidad Javeriana, hacer realidad en el país una renta básica garantizada que asegure un monto mensual igual a la línea de pobreza extrema tendría un costo anual de 4,6 billones de pesos: esto requeriría 418 veces más que lo que recaudaría el "impuesto fraterno". Visto de otra manera, el "impuesto fraterno" no cubriría ni el 0,3% de lo que se requeriría para esta renta básica.
Otras comparaciones también permiten establecer que la plata que necesita el Estado colombiano realmente no está en el salario de los congresistas. El presupuesto para el sector Educación durante 2020, por ejemplo, es de 44,1 billones de pesos. Los cerca de 11 mil millones de pesos que se obtendrían a partir del “impuesto fraterno” también palidecen frente a los montos de escándalos de corrupción que han indignado al país. El ‘carrusel de la contratación en Bogotá’ ascendió a 2,2 billones de pesos, o 20 veces lo del "impuesto fraterno. Y la Fiscalía General de la Nación estima que entre 2016 y 2019 se judicializaron conductas corruptas contra el sector Salud por 4,5 billones de pesos.
La indignación ciudadana que produce saber –aún más en medio de una pandemia– que un congresista gana casi 33 millones de pesos mensuales es comprensible. Sin embargo, convertir ese ingreso en un punto de debate sobre política fiscal es equivocado y, en últimas, inútil: además de desgastar el debate político, pone los ojos de la opinión pública en el lugar equivocado.
Proponer bajarles el sueldo a senadores y representantes es una idea muy popular –prueba de eso son los 11,6 millones de votos que obtuvo la consulta anticorrupción votada en septiembre de 2018, y que tenía esta como una de sus principales banderas–, pero no cambia nada en la práctica. O, dicho de otra forma, el civismo está ahí, pero las cuentas no.
Bajar los ingresos de los congresistas tiene una carga simbólica muy positiva. No obstante, el derroche –o la corrupción– no está en los salarios. En primer lugar, el que un funcionario tenga un sueldo alto –merecido o no–, no equivale a que sea corrupto. Y, en segundo lugar, el gasto excesivo se concentra en otros lugares –y es mayor a 3 millones mensuales por cabeza–.
Más allá de si bajar los sueldos de los congresistas tiene o no un impacto real –que, como hemos visto, no lo tiene–, sacar adelante una idea de esta naturaleza tiene obstáculos prácticos que tocan, incluso, la estructura misma del Estado.
Hasta bien entrado el siglo XX, los congresistas recibían unas ‘dietas’ que variaban de acuerdo con su asistencia a sesiones –no recibían un sueldo fijo–. Esto cambió en 1968, cuando se les empezaron a reconocer sueldo y gastos de representación. La Constitución de 1991 mantuvo ese esquema: en su artículo 187 establece que “la asignación de los miembros del Congreso se reajustará cada año en proporción igual al promedio ponderado de los cambios ocurridos en la remuneración de los servidores de la administración central, según certificación que para el efecto expida el Contralor General de la República”.
A su vez, la Ley 4 de 1992, que señala cómo se determinan el régimen salarial y prestacional de los empleados públicos, así como de los miembros del Congreso y la Fuerza Pública, se refiere a este tema.
¿Qué quiere decir esto? Que el salario de los congresistas aumenta según el promedio del incremento en el salario de todos los servidores públicos. Esa fórmula, que desata un sinfín de equivalencias dentro del Estado, ha impedido que las más de diez iniciativas que han buscado bajar el sueldo de los ‘padres de la Patria’ lleguen a buen puerto.
Es cierto que un impuesto sobre su salario podría evitar complicaciones normativas respecto a este último punto, pero hay que tener en cuenta que, llegado el momento de votar un impuesto que los afecta directamente, muchos congresistas se declararían impedidos. Eso –los impedimentos– fue lo que no permitió que siguiera adelante el trámite del más reciente intento por bajarles los sueldos a senadores y representantes.
A medida que la pandemia avanza en el país, la demanda de recursos crece. Más que iniciativas basadas en la justa y entendible indignación ciudadana, el país requiere medidas inmediatas que permitan sobrellevar la crisis actual.
Si la voluntad de buena parte del Congreso está ahí, ¿por qué no entregar voluntariamente parte de su sueldo de forma a los programas de ayuda? Y, más aún, ¿por qué no legislar para poner fin al derroche de recursos en donde más pesa y es más oneroso?
Aunque menos popular y merecedora de aplausos inmediatos, una movida en este sentido sería más efectiva –y fraterna– en el largo plazo para el país.