Que el escenario configurado por la pandemia del COVID-19 representará la mayor crisis económica de la historia reciente de Colombia es una frase que se repite con insistencia en los últimos meses. Sin embargo, aun considerando la tendencia humana a la exageración, una mirada en retrospectiva a situaciones similares a lo largo de nuestra historia permite establecer que, en efecto –al menos desde que se tienen datos confiables–, el país afronta y afrontará un panorama sin precedentes.
Las previsiones internacionales ya han alertado sobre las cifras por venir: según estimaciones del Fondo Monetario Internacional, en 2020 la economía colombiana sufrirá una contracción de 7,8 por ciento de su Producto Interno Bruto.
Si bien es cierto que el terreno que se avecina es desconocido, es mucho lo que ciudadanos, académicos y ejecutores de política pública podemos aprender de crisis pasadas. Una mirada histórica a escenarios pasados, evaluando cuáles medidas funcionaron mejor que otras, permitirá enfocar de una mejor manera las acciones que faciliten una recuperación que desde ya se perfila compleja y con altos costos en términos sociales.
Porque las perspectivas son todo menos alentadoras. Desde que se tienen estimaciones fiables del PIB –que datan de 1905–, la economía colombiana nunca había experimentado una contracción como la que desde hace varios meses se calcula que tendría lugar en 2020. Los más difíciles periodos para la economía colombiana de los que se tiene registro corresponden a la crisis del UPA en 1998-1999 y a la Gran Depresión en 1929-1930; el primero, con una contracción de 4,3 por ciento y el segundo de 2 por ciento. Aunque se sabe que durante la Guerra de los Mil Días (1899-1902) la economía colombiana atravesó uno de los momentos de peor crisis en su historia, los datos disponibles son verdaderamente limitados.
Una de las principales variables en las que se refleja el impacto de las crisis económicas es la tasa de desempleo. El panorama actual del desempleo resulta alarmante al contrastarse con crisis pasadas. Entre 1998 y 1999 la cifra llegó al 19 por ciento; el dato más reciente del DANE, correspondiente a mayo, da cuenta de una tasa del 21,4 por ciento. Si bien no existen datos confiables sobre la cifra en 1929, a partir de la información sobre salarios nominales y precios se puede establecer que el país experimentó un corto período de deflación, y que quienes pudieron mantener sus trabajos aumentaron su poder adquisitivo. Puede entenderse que una rigidez de esta naturaleza en el mercado laboral se vio traducida en un alto nivel de desempleo.
No existe ningún tipo de información sobre actividades económicas nacionales y mercado laboral durante la Guerra de los Mil Días para poder compararla con las otras crisis del siglo XX. Sin embargo, se sabe que durante los años de esta guerra, el Estado no participaba activamente en la economía. Era, si acaso, un espectador más de lo que ocurría. Las regiones estaban completamente aisladas y los mercados fragmentados. No existía un sector industrial y el café, principal producto de exportación de la época, estaba experimentando una caída en su precio. La destrucción del poco capital físico y la alta cifra de vidas humanas perdidas paralizaron cualquier intento de actividad económica durante 1000 días. Sabemos, eso sí, que Colombia experimentó durante esos años su primera y única crisis de hiperinflación, que fluctuó entre 1.000 y 2.000 por ciento anual – y que, con la llegada de Rafael Reyes al poder en 1904, se introdujo la transformación de pesos a pesos oro, lo que ayudó a estabilizar de nuevo la economía. Este aumento exponencial en el nivel de precios fue resultado de varios años de emisiones clandestinas por parte del Banco Nacional, y que se aceleró durante la Guerra por la necesidad de buscar recursos y ante unos mercados de crédito completamente cerrados.
Un reflejo del caos que tuvo lugar durante la Guerra de los Mil Días es que ningún ministerio expidió reportes, contribuyendo a la inmensa falta de datos de la época. Lo es aún más la falta de claridad sobre la cifra real de muertos que dejó la guerra. Aunque algunos autores han hablado de 100 mil muertos, cada vez se ha establecido con mayor certeza que una cifra más realista se aproxima a los 40 mil, es decir, cerca del 1% de la población colombiana en esos años. Se trata, en cualquier caso, de una cifra escandalosa, más si se tiene en cuenta que el conflicto armado dejó, según informaciones de 1958 a 2018, un saldo trágico de 262.197 víctimas mortales.
Para poder dimensionar con acierto el impacto de la Guerra de los Mil Días debe entenderse que a comienzos del siglo XX Colombia no tenía una economía integrada. El Estado no participaba en ella y, por ende, no existían políticas de direccionamiento o de estímulo. Esto explica en gran medida por qué un choque como el que se vive hoy, potencialmente comparable a lo experimentado durante esta Guerra únicamente, no tiene precedentes en nuestra historia como nación. Una contracción de 7,8 por ciento en el PIB solo se podría asemejar a un escenario similar al de una guerra.
El rol del estado en la economía a comienzos de la década de los años treinta era distinta a la de comienzos de siglo. El estado había dejado de ser un actor ausente en la actividades económicas y empezaba a implementar políticas concretas para impulsar ciertos sectores económicos. El acceso a mercados de crédito internacionales, completamente ausente hasta el momento, también comenzaba a abrirse. Lamentablemente, la antesala de la Gran Depresión estuvo acompañada del despilfarro de los recursos que había recibido por la indemnización pagada por los Estados Unidos al estado colombiano por la pérdida Panamá. La mayor parte de estos se fue a la financiación de ferrocarriles que nunca se construyeron y que, en principio, buscaban estimular el mercado laboral y la demanda local a través de eslabonamientos hacia adelante y hacia atrás. La crisis de 1929, que agarró al Estado colombiano sin recursos, tuvo impactos sociales negativos y deterioró las condiciones de vida de los colombianos.
Varias enseñanzas quedaron una vez superada la crisis de 1929. Por ejemplo, la necesidad impostergable de organizar la estructura tributaria y monetaria. Igualmente importante, fueron los avances en la constitución de elementos propios de un estado de bienestar, como provisión de bienes públicos como salud y educación; impulso al empleo y desarrollo productivo.
Las respuestas de los gobiernos a estos dos escenarios de crisis en el siglo XX -1929 y 1999- tienen un elemento en común: no tuvieron un carácter contracíclico. Una de las consecuencias directas de la contracción del PIB fue la reducción en el gasto público, y en particular, en políticas sociales.
Una clara conclusión puede derivarse al comparar y contrastar las crisis económicas del pasado. Es una lección urgente. Si en algo se asemejan entre sí las crisis pasadas es que al año de contracción le siguió un año de crecimiento con tasas del orden del 4 por ciento. Aunque positivo, un análisis meramente numérico deja de lado el enorme impacto social que tiene una crisis de esta naturaleza y las oportunidades de cambio que surgen después de ella. Si bien las contracciones se registran solo durante un año, la destrucción del empleo y de la base productiva persiste durante un mayor periodo y requiere de años adicionales para reversarse.
En tiempos de crisis son urgentes las acciones que permitan un proyecto nacional de recuperación, sustentado por acciones concretas y de rápida implementación. Para esto también es esencial contar con el mayor nivel de respaldo político posible. La celeridad, la transparencia en la ejecución y la deposición de rencillas son, igualmente, elementos fundamentales de dicho empeño.
Hacer frente a las consecuencias de la destrucción del empleo y del empobrecimiento de millones de colombianos es una tarea urgente en el escenario actual. A diferencia de las crisis históricamente analizadas, el Estado, así como tiene mayores responsabilidades, tiene también una capacidad enorme en términos comparativos. La historia –ojalá no en la próxima crisis– juzgará si las acciones fueron correctas y suficientes.
* María Pilar López Uribe es economista e historiadora. Actualmente se desempeña como profesora e investigadora de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes.