A menos de tres semanas de haber asistido a su posesión, el nuevo gobierno nos confirma una nueva reforma tributaria estructural y también nos anuncia que buscará su aprobación antes de finalizar el año.
Si lo comparamos con el de Estados Unidos, el ritmo con el que se presentan y aprueban cambios significativos en el estatuto tributario de nuestro país es, cuando menos, llamativo: mientras que Estados Unidos ha aprobado solo dos modificaciones generales a su estatuto tributario (el llamado Título 26 de su Código de Leyes) en los últimos 30 años, Colombia ha aprobado 16 cambios significativos en su estatuto tributario durante los últimos 27 años. La comparación no es de peras con peras, al menos en la forma: están excluidas de la cuenta las modificaciones que se concentran en aspectos muy puntuales de los impuestos (típicamente aprobadas por Decretos y no por Leyes para el caso colombiano) y las que no se han presentado como paquetes estructurales de reforma o con objetivos múltiples y de largo plazo.
Si bien la frecuencia de estos cambios, que se hacen sobre un cuerpo normativo en extremo complejo, contribuyeron sin duda a aumentar el recaudo tributario como porcentaje del PIB entre el 2000 y el 2017, es evidente que este ritmo frenético se parece menos a la diligencia y más a la imprudencia cuando tenemos en cuenta que estas reformas se promocionan ante la opinión pública como definitivas, y en realidad responden más a atender lo urgente que imponen las caídas de los ingresos para cuadrar la caja y descuidan lo importante de tener un sistema fiscal que actúe como vehículo para alcanzar una sociedad más justa.
“Vístanme despacio, que tengo prisa” es la frase que mi mamá suele decir cuando me ve afanado por algo y, a raíz del mismo afán, ese algo queda mal hecho o resulta muy difícil. Según ella, la frase se la dijo Napoleón a uno de sus servidores antes de una importante reunión cuando, presa del nerviosismo por vestir al general, no atinaba a cerrar de forma correcta los botones de su camisa (algunos cambian ligeramente la anécdota, y sostienen que la frase salió de los labios del rey Fernando VII y no de los del emperador francés). Suetonio cuenta a su vez que Augusto, primer emperador de Roma, pensaba que nada convenía menos a un oficial que la precipitación, y por lo mismo repetía con frecuencia un adagio de origen griego que a primera vista parece contradictorio: festina lente, o apresúrate despacio.
Probablemente la mejor estrategia para afrontar los desafíos fiscales que se vienen encima no sea entonces la de un nuevo paquete tributario a contrarreloj, tal como lo menciona el profesor Gonzalo Hernández en su última columna para El Espectador. Si bien todavía hay múltiples necesidades por cubrir y derechos por garantizar, las condiciones actuales dejan entrever un panorama favorable, ya que nos encontramos en un momento donde la actividad económica viene creciendo, y se hace necesario estabilizar el ciclo y replantear la estrategia tributaria orientándola hacia la creación de instrumentos políticos que garanticen una mayor reasignación y menor recolección.
¿Cómo podría hacer esto último? Tomándose el tiempo para analizar los impactos distributivos de diferentes combinaciones de impuestos, usando metodologías y procedimientos replicables antes de aprobar las reformas; fortaleciendo el papel que desempeña la ciudadanía en la definición de los sistemas fiscales teniendo como referencia los presupuestos ciudadanos y el acceso a bases de datos tributarias en donde la reserva tributaria no entra en conflicto con el derecho a la información; articulando la política fiscal con la política productiva y con el esquema de seguridad social de forma más explícita; y estudiando alternativas impositivas que permitan aprovechar lo mejor que ofrece el mundo, incentivando actividades como el reciclaje de basura digital, la búsqueda de sustitutos biológicos al petróleo o la exploración y el aprovechamiento competitivo de nuevas fuentes de energía.
Todo lo anterior es complejo. Valdría la pena entonces que el gobierno hiciera una pequeña pausa y que calmara por ahora su ímpetu reformista en esta dirección. O que al menos le baje el tono a una reforma que muestran como estructural y que, al no serlo, repite los pecados de sus predecesoras inmediatas y contiene muy seguramente dentro de sí misma la simiente de un nuevo ajuste, ojalá menos superficial, en el futuro cercano.